miércoles, 16 de marzo de 2011

Veinte minutos, un instante o una eternidad


Normalmente uno entra en desesperación cuando el autobús que te llevará al aeropuerto no sale a la hora acordada. Tomó cerca de diez minutos para que el personal pueda organizarse y formar a los que van a la terminal uno y a la dos del aeropuerto de la ciudad de México. Una vez organizados, a registrarlos con engorrosa revisión de “rutina” a cada cierre o sección que puedan tener las bolsas o mochilas de los que abordarán el vehículo. Después de la tardada revisión en cada uno de ellos, aprecio con horror la indecisión de algunos por elegir refresco de naranja o agua y “sanwis” o una manzana envuelta de publicidad de la línea de autobuses.

Como la auténtica “ley de Murphy” la señora en un turno antes al mío y que viaja con dos hijas de veinteañera edad, se da cuenta que no trae sus boletos consigo por lo que exige que la busquen en el sistema para acreditar que ha adquirido sus boletos algunos días antes y que la llevarán al aeropuerto donde partirá a paradisiaco destino para tomar unas relajantes vacaciones (lo sé por que lo gritaba). La discusión se hace grande y ella opta por llamarle al “inepto” de su hijo que supuestamente compró los boletos y por su culpa no podrá llegar al aeropuerto a la hora adecuada para tomar su avión. El personal de la línea de autobuses los mira con rareza pero no actúa para que fluya la gente que falta por subir y tomar sus lugares correspondientes.

Después de algunos reclamos de los que esperábamos en la fila, logro pasar por los procedimientos de revisión de todas las bolsas del portafolio de mi computadora y justificar la cantidad de cables que van junto con ella, explicar el uso, goce y disfrute de una grabadora de voz para las conferencias y los audífonos que se conectan al iPod con lo más relevante de Hed Kandi. Para esas tres horas de camino, algunas revistas, papeles inútiles de trabajo y todo aquello que me puede desconectar del mundo terrenal mientras me transporto a mi destino. En sí, mi portafolio tiene todo lo que puede hacer que una persona no se sienta lejos de su lugar de origen. Y da risa que en ocasiones buscamos transportarnos a otros sitios sin querer abandonar el nuestro. Qué ironía. En fin.

Tal parece que no es mi día. No he tomado mi café de la tarde por estar a tiempo en la fila y una vez que me acerco al acceso al autobús, es imposible subir, ya que la fila no ha logrado avanzar. Hay personas que no saben qué lugar les corresponde, otras no logran forzar sus maletas que, no obstante las puedan poner abajo con todo el espacio del mundo, es su deseo llevarlas con ellos. Por fin ubican sus lugares, toman su asiento cuando de repente deciden que estarían más cómodos sin su chamarra.  Así, se ponen de pie para disponerse a meterla en las maletas que con tanto trabajo colocaron en los compartimientos superiores, retrasando al abordaje calmado, pacífico y sereno. Unos quieren ir al baño y desean bajar. Un par de niños no quieren estar en lugares separados. Gruñendo, por fin tomo mi asiento y la persona que está junto al pasillo no deja espacio alguno para que pueda pasar. Literalmente lo brinco.

Veinte minutos han pasado desde que se supone debió partir el autobús ya que la inesperada señora que no encontró sus boletos insistía que tenía que viajar a como de lugar. Al final, desiste y se retira con algunos regaños para sí.

Por fin, ya en mi asiento, acomodo mis audífonos para ausentarme lo mayor posible antes de que mi vecino comience a roncar cuando de repente, otro incidente. El autobús avanza dos metros en reversa cuando escucho gritos femeninos y un alboroto en el andén.

Debo confesar que una de las naturalezas del ser humano es el chisme. El observar lo que pasa en vidas ajenas a veces se vuelve tan interesante que olvidamos analizar las nuestras. He ahí el éxito del Big Brother. En este caso así sucedió. Al momento que retiro los audífonos para tratar de escuchar con atención lo que sucedía pude captar lo siguiente:

Desde mi llegada al andén hasta el momento de partir, esos veinte minutos que para mi pudieron haber sido horas, sin café y mi enojo con cada una de las situaciones que sucedieron antes de abordar, el que el camión haya estado lleno y no hubiera un espacio libre a mi lado, durante todos esos veinte minutos de infierno, para otras personas fueron sólo unos segundos.

Sí. Durante todos esos veinte minutos hubo un detalle que no logré observar.  Fueron segundos para que alguien le dijera a Ramón que no hiciera travesuras, para hablarle seriamente que tenía que cuidar a su hermanita de cuatro años de nombre Lucero y que no le fuera a pasar nada. Para decirle a ambos que solamente se ausentará algunos días pero que los quiere con toda el alma. Para decirle a Ramón que su tía los cuidará y que tiene que obedecerla. Ramón la mira fijamente con la cara seria, sin soltar una sola lágrima, como lo hace un hombre de seis años cuando recibe una encomienda. La niña en cambio, no puede hilar la respiración de tanto sollozo y asustada por la reacción de la madre. Por su parte, la hermana irrumpe en llanto cada vez que quedan menos personas para abordar el autobús.  El grito y el sollozo fue mayor cuando el personal de la línea de autobús decidió cerrar la puerta y echar reversa al no ver que alguna de las dos hermanas cediera con la realidad de abandonar el andén. Con los ojos hinchados, la susodicha sube al camión y espera de pie en el pasillo hasta que no es posible decir adiós con los brazos. Todos miramos inéditos. La chica toma su asiento y todos volvemos a nuestro propio mundo.

Sin embargo, me quedo pensando por algunos momentos lo que hemos cambiado como individuos. Cada vez es más fácil transportarnos de un lugar a otro, si no es físicamente, lo es a través del Internet, de la radio, de la televisión, de la BlackBerry y hemos perdido la esencia de la distancia y del tiempo. Hacía un par de décadas que no veía lágrimas en un andén o en un aeropuerto. ¿acaso hemos perdido la capacidad de extrañar? Aunque sea extrañar un lugar, un clima, un sentimiento, una cara, una sonrisa, momentos, ¡qué se yo!. ¿Será por la vorágine del tiempo que estamos acostumbrados a estar alejados por más tiempo? O preferimos mantenernos ausentes para no sufrir como lo hizo la mamá de Ramón y de Lucero.

Por el enojo del retraso en el horario y en las circunstancias en que éste sucedió, y en general estar absorto en mi propio mundo de adrenalina y presiones cotidianas, olvido que la sociedad se mueve por emociones y sentimientos que cada vez es más difícil verlos expresar. El caso de la joven mamá de Ramón y de Lucero llamó mucho mi atención y me hizo transportarme a antaño cuando en época de guerra era el último lugar donde una familia podía tener contacto, un hijo, una esposa, un padre.

Sin embargo, si lo que se trata es de darle sentido a nuestra vida, me encantaría que todos tuviéramos diariamente un andén y un aeropuerto del cual nos cueste despedirnos, extrañar todos los días y algo que anime a que volvamos a casa con la mejor de las actitudes y una gran sonrisa. Ese andén, puede ser un sueño, un proyecto, una causa, o algo que nos haga dar el ciento diez por ciento de nuestra capacidad para poder lograrlo y regresar ansiosos. Un andén que nos hagan que veinte minutos de espera, sea sólo un instante. Y ustedes amables lectores ¿a quién extrañan? ¿ya tienen su andén?.